Los años 30 y 40 del siglo pasado fueron muy diferentes en la “fábrica de sueños” respecto a su relación con los actores y actrices. Entonces los grandes estudios hollywoodienses disponían de ellos/as a su guisa, y no obviaban que el objetivo esencial de la industria cinematográfica era hacer un producto que entretuviera al público venido al cine para olvidar su triste sino, que tuviese una cierta calidad y que produjera beneficios. Cuantos más mejor. Bajo esas premisas comerciales y culturales surgió el calificativo de “clásico”, del que esta obra maestra de William Wyler (1902-1981) constituye una magnífica e inolvidable muestra.
Soberbiamente interpretada, sobre todo por la impresionante Olivia de Havilland que ganó el Oscar a la mejor actriz, el realizador franco-norteamericano, director de películas como Los mejores años de nuestra vida (1946) o Ben-Hur (1959), adapta con elegancia exquisita y precisión sicológica la novela de Henry James Washington Square; descubriéndonos el universo castrador y alienante que el patriarca de una familia de la clase media norteamericana de mediados del siglo XIX impone despóticamente a su hija Catherine. Una inocente y poco agraciada mujer madura que se enamora perdidamente del joven y apuesto Morris Townsend, papel interpretado con convicción y talento por el mítico actor estadounidense Montgomery Clift.
La película, estrenada mundialmente en 1949, supone, además, una interesante y oportuna reflexión sobre la situación de la mujer en aquel momento y su evolución con el paso del tiempo. Por tanto, un tema de permanente actualidad.
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