Estamos ante una película que hace cavilar al espectador durante todo su metraje. Por cierto, intenso y sin tregua alguna. En primer lugar, porque lo sitúa en una inclemente realidad difícil de objetar. Es decir, en el día a día de quienes venden su fuerza de trabajo para poder vivir; y después, porque es complicado que el común de los mortales asimile que una gran empresa que obtiene beneficios prepare un plan de despidos para deshacerse de varias decenas de trabajadores/as. Pero, sobre todo, porque desconcierta que según avanza la elaboración del plan mencionado sea un alto dirigente de la multinacional en cuestión quien se oponga frontalmente a la ejecución del mismo.
Un responsable de una planta regional de la multinacional norteamericana Elsonn que, además, sufre una grave crisis familiar debido al ritmo de vida profesional que se ha impuesto. Pero los negocios (es notorio) no entienden de sentimientos ni de pusilánimes estados de ánimo. Sólo el dinero cuenta. Los beneficios contantes y sonantes que exigen y esperan los/as accionistas de las grandes empresas del mundo capitalista. Un mundo despiadado que Stéphane Brizé (Rennes, 1966), director de las excelentes No estoy hecho para ser amado (2005), Mademoiselle Chambon (2009) o En guerra (2018), muestra sin tapujos en una cinta bien narrada desde sus imágenes iniciales, con un guión sin fisuras y unas magníficas interpretaciones (especialmente las de Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain) que hacen totalmente creíbles tanto sus dolidos personajes centrales como la propuesta de construir “un mundo mejor” que lleva implícita el título de este impactante y emotivo drama laboral.
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